dilluns, 2 de novembre del 2015

Una mujer cualquiera

Se despierta de golpe y, con el puño cerrado, ausente, hace caer el jarrón con flores del lado de la cama. La cantinela de la misa desgarra sin piedad la niebla donde aún flotan sus pensamientos. Tantas veces que le ha dicho a Consuelo que no ponga la radio si ella duerme... No hay manera. Es sorda, pobre mujer, y necesita sentir el ritmo monótono de las voces religiosas. Se sienta en el borde del colchón y se mira los pies con ojos empequeñecidos por la pereza. Uñas perfectas, redondas, pintadas de rojo encendido, sobre dedos inmaculados que se estiran como garras de gato. Le gustan sus pies. A todos les gustan. El esbozo de una pequeña sonrisa termina en una mueca: por debajo de la piel fina le sube el dolor, agudo y líquido, insoportable. No se ve, pero lo siente, apoderándose de los pies queridos, carcomiéndolos por dentro. El dolor late cada vez más fuerte y ella recuerda la noche pasada, los tacones altísimos, el champán, los hombres ebrios y tristes, las mujeres con el rímel corrido, los camareros transparentes, el caviar caliente, el aliento apestoso del cónsul, demasiado cerca de su oreja... Necesita un café. Y una ducha. Consuelo, querida, un café bien fuerte.
Se pasa una hora entera bajo el chorro de agua caliente, hasta que se siente mareada y con la piel cociendo. Poco a poco el dolor de los pies se va y los ojos salen, luminosos y dulces, de bajo el fango mañanero. Lena vuelve a ser ella. Escucha la Primavera de Vivaldi y sorbe, mimada, el café sin azúcar. El espejo del tocador, comprado a un anticuario, le devuelve el reflejo conocido, de mujer perfecta. Sonríe y, ahora sí, la sonrisa se queda.

El primero llega a las cinco en punto, como cada viernes. Bigote gris, manos cuidadas, corbata de seda. Siempre le lleva una caja de chocolate, pequeña y cara, comprada en la pastelería de la esquina, justo antes de subir. El dinero se lo deja en la mesita de la entrada, dentro de un sobre blanco, sin nombre.
Un rato después de quedarse sola, escucha el móvil. Sabe quién es pero duda si contestar o no. El cirujano. No le tenía que haber dado el número de teléfono porque él abusa. Ahora tiene su propio negocio y le encanta. Es buena en su trabajo y lo es porque le gusta. No hay nada como sentir el poder sobre los hombres. Con ella hablan de sus problemas, de sus alegrías, de sus negocios, le piden consejo, le escuchan embelesados mientras le chupan los dedos de los pies, uno por uno, en completa y satisfecha rendición. Ella es la amiga, la consejera, la psicóloga, la amante, lo es todo para estos hombres cansados y glotones. Ella es su libertad.
Decide descolgar, con una ligera irritación. Sabe qué le pedirá. Sabe que dirá que sí aunque hoy no está programado y aún le quedan dos clientes más. Pero el tercero es Christian. Él es diferente. Él quizás no cuenta como cliente... Contesta con voz alegre, sí, claro, lo entiendo, no me lo puedo creer, cinco operaciones hoy, ¿qué dices, debes estar muerto, claro que sí, si sólo es un momento puedes venir ahora, tengo poco tiempo pero para ti siempre, te espero, amor.
Son casi las nueve de la noche. Consuelo hace tiempo que se ha ido, discreta y ruidosa, como un pajarito del alféizar de la ventana. Hoy ha sido otro día pleno. Ha hecho felices a tres hombres. Y puede permitirse el lujo de descansar. Debería renunciar a las fiestas, son demasiado pesadas y ella ya no tiene veinte años. Al día siguiente le cuesta despertarse y los pies le hacen mucho daño. Lo debe dejar e ir más a menudo a la masía que compró al lado del mar. Dejará el móvil en Barcelona y se irá. Pasará todo el día tumbada en el césped del jardín. Sola, completamente sola, el silencio, el aire salado, la brisa... No sabe por qué, pero hoy esta imagen no le anima. Todavía debe de estar demasiado cansada. Quizás Christian vendría con ella algún día... El pensamiento le planea detrás de los párpados pero lo echa instantáneamente, como un espejismo que no quieres ver porque sabes perfectamente que estás en medio del desierto. Christian. Él no es un cliente como los demás. Es joven y ambicioso y lleva uno de los partidos políticos más revolucionarios. Christian pone toda la energía en ello y cada vez más gente lo sigue. Lena sospecha que pronto habrá cambios importantes y no alberga ninguna esperanza de que él lo deje para acompañarla a la casa de al lado del mar.

Es media noche y, de nuevo bajo la ducha, sentada, la mujer aguanta las rodillas entre los brazos temblorosos. El agua está fría y ella tiene los ojos abiertos y vacíos. El maquillaje le dibuja arrugas grotescas y movedizas sobre la cara. Sale al cabo de un rato, con pasos vacilantes, dejando balsas de agua por donde pasa, como si algo en su interior se fuera derritiendo de golpe. Va a la cocina, desenchufa la radio de Consuelo, vuelve al baño, rellena la bañera con agua muy, muy caliente, abraza con fuerza el pequeño aparato, ve su imagen diluida en el espejo empañado, mete los pies en la bañera, poco a poco, aún no siente el calor, atraviesa el vapor que se le enreda entre cabellos y pensamientos, se enfada porque no siente nada, absolutamente nada, se sienta, dice gracias Dios mío por no tener a nadie a quien haya que perdonar, estira el brazo y enchufa el aparato de radio.
El apartamento lleno de cosas caras, antiguas y bellas, se duerme con la cantinela de una misa inexistente.


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