Se
despierta de golpe y, con el puño cerrado, ausente, hace caer el
jarrón con flores del lado de la cama. La cantinela de la misa
desgarra sin piedad la niebla donde aún flotan sus pensamientos.
Tantas veces que le ha dicho a Consuelo que no ponga la radio si ella
duerme... No hay manera. Es sorda, pobre mujer, y necesita sentir el
ritmo monótono de las voces religiosas. Se sienta en el borde del
colchón y se mira los pies con ojos empequeñecidos por la pereza.
Uñas perfectas, redondas, pintadas de rojo encendido, sobre dedos
inmaculados que se estiran como garras de gato. Le gustan sus pies. A
todos les gustan. El esbozo de una pequeña sonrisa termina en una
mueca: por debajo de la piel fina le sube el dolor, agudo y líquido,
insoportable. No se ve, pero lo siente, apoderándose de los pies
queridos, carcomiéndolos por dentro. El dolor late cada vez más
fuerte y ella recuerda la noche pasada, los tacones altísimos, el
champán, los hombres ebrios y tristes, las mujeres con el rímel
corrido, los camareros transparentes, el caviar caliente, el aliento
apestoso del cónsul, demasiado cerca de su oreja... Necesita un
café. Y una ducha. Consuelo, querida, un café bien fuerte.
Se pasa
una hora entera bajo el chorro de agua caliente, hasta que se siente
mareada y con la piel cociendo. Poco a poco el dolor de los pies se
va y los ojos salen, luminosos y dulces, de bajo el fango mañanero.
Lena vuelve a ser ella. Escucha la Primavera de Vivaldi y sorbe,
mimada, el café sin azúcar. El espejo del tocador, comprado a un
anticuario, le devuelve el reflejo conocido, de mujer perfecta.
Sonríe y, ahora sí, la sonrisa se queda.
El
primero llega a las cinco en punto, como cada viernes. Bigote gris,
manos cuidadas, corbata de seda. Siempre le lleva una caja de
chocolate, pequeña y cara, comprada en la pastelería de la esquina,
justo antes de subir. El dinero se lo deja en la mesita de la
entrada, dentro de un sobre blanco, sin nombre.
Un rato
después de quedarse sola, escucha el móvil. Sabe quién es pero
duda si contestar o no. El cirujano. No le tenía que haber dado el
número de teléfono porque él abusa. Ahora tiene su propio negocio
y le encanta. Es buena en su trabajo y lo es porque le gusta. No hay
nada como sentir el poder sobre los hombres. Con ella hablan de sus
problemas, de sus alegrías, de sus negocios, le piden consejo, le
escuchan embelesados mientras le chupan los dedos de los pies, uno
por uno, en completa y satisfecha rendición. Ella es la amiga, la
consejera, la psicóloga, la amante, lo es todo para estos hombres
cansados y glotones. Ella es su libertad.
Decide
descolgar, con una ligera irritación. Sabe qué le pedirá. Sabe que
dirá que sí aunque hoy no está programado y aún le quedan dos
clientes más. Pero el tercero es Christian. Él es diferente. Él
quizás no cuenta como cliente... Contesta con voz alegre, sí,
claro, lo entiendo, no me lo puedo creer, cinco operaciones hoy, ¿qué
dices, debes estar muerto, claro que sí, si sólo es un momento
puedes venir ahora, tengo poco tiempo pero para ti siempre, te
espero, amor.
Son
casi las nueve de la noche. Consuelo hace tiempo que se ha ido,
discreta y ruidosa, como un pajarito del alféizar de la ventana. Hoy
ha sido otro día pleno. Ha hecho felices a tres hombres. Y puede
permitirse el lujo de descansar. Debería renunciar a las fiestas,
son demasiado pesadas y ella ya no tiene veinte años. Al día
siguiente le cuesta despertarse y los pies le hacen mucho daño. Lo
debe dejar e ir más a menudo a la masía que compró al lado del
mar. Dejará el móvil en Barcelona y se irá. Pasará todo el día
tumbada en el césped del jardín. Sola, completamente sola, el
silencio, el aire salado, la brisa... No sabe por qué, pero hoy esta
imagen no le anima. Todavía debe de estar demasiado cansada. Quizás
Christian vendría con ella algún día... El pensamiento le planea
detrás de los párpados pero lo echa instantáneamente, como un
espejismo que no quieres ver porque sabes perfectamente que estás en
medio del desierto. Christian. Él no es un cliente como los demás.
Es joven y ambicioso y lleva uno de los partidos políticos más
revolucionarios. Christian pone toda la energía en ello y cada vez
más gente lo sigue. Lena sospecha que pronto habrá cambios
importantes y no alberga ninguna esperanza de que él lo deje para
acompañarla a la casa de al lado del mar.
Es
media noche y, de nuevo bajo la ducha, sentada, la mujer aguanta las
rodillas entre los brazos temblorosos. El agua está fría y ella
tiene los ojos abiertos y vacíos. El maquillaje le dibuja arrugas
grotescas y movedizas sobre la cara. Sale al cabo de un rato, con
pasos vacilantes, dejando balsas de agua por donde pasa, como si algo
en su interior se fuera derritiendo de golpe. Va a la cocina,
desenchufa la radio de Consuelo, vuelve al baño, rellena la bañera
con agua muy, muy caliente, abraza con fuerza el pequeño aparato,
ve su imagen diluida en el espejo empañado, mete los pies en la
bañera, poco a poco, aún no siente el calor, atraviesa el vapor que
se le enreda entre cabellos y pensamientos, se enfada porque no
siente nada, absolutamente nada, se sienta, dice gracias Dios mío
por no tener a nadie a quien haya que perdonar, estira el brazo y
enchufa el aparato de radio.
El
apartamento lleno de cosas caras, antiguas y bellas, se duerme con la
cantinela de una misa inexistente.
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