En Nueva York
casi todas las ventanas son fijas. Esto quiere decir que no se pueden
abrir. Nunca.
Las
que todavía se abren son las de guillotina. No tengo ni idea si el
nombre es correcto, pero es el único que les corresponde. Las
personas en condiciones físicas normales renuncian antes de intentar
abrirlas y lo hacen porque pesan demasiado, porque es necesario hacer
equilibrios extraños para aguantarlas con una mano mientras las
levantan con otra y porque casi siempre debajo hay un mueble que hace
que el acceso sea casi imposible. El miedo de que, para abrir una
ventana, acaben con la cabeza separada del resto del cuerpo y rodando
sobre el asfalto manchado de escupitajos, hace que la gran mayoría
de humanos decidan asfixiarse según todas las normas de seguridad
dentro de los apartamentos antes que tocarla.
La
explicación de que nadie abra las ventanas es el aire de fuera, que
es contaminado, caliente y maloliente. La culpa de que el aire de
fuera sea contaminado, caliente y maloliente la tienen los aparatos
de aire acondicionado que la gente que vive dentro de los
apartamentos con ventanas cerradas necesita para vivir. Todo es un
círculo vicioso. Los aparatos de aire acondicionado hacen que el
aire sea irrespirable. El aire irrespirable hace que la gente tenga
las ventanas cerradas. Las ventanas cerradas hacen que los aparatos
de aire acondicionado funcionen sin cesar, en estado de permanente y
gris provocación a las leyes del universo conocido.
En
Nueva York la gente cumple sus rutinas en el lado de fuera de las
ventanas cerradas: de casa al trabajo, del trabajo en el súper o en
el bar, del súper o del bar en casa. Detrás de las ventanas
cerradas puede ser que la gente de Nueva York viva sus fantasías,
sus penas, sus sueños o sus pesadillas. Como nadie lleva ninguna
sonrisa o lágrima puesta cuando sale a la calle, no tenemos indicios
de vida más allá de las ventanas. De hecho, nadie tiene ni idea de
que hay detrás de los aparatos de aire acondicionado y de las
ventanas cerradas de Nueva York.