Puerta.
Color gris. Madera y hierro. Espesor 0,154, altura 3.021, anchura
2.945. Mecanismo de apertura desconocido. Descodifico. Abro y entro.
Unos
arcos de dimensiones pequeñas cierran un rectángulo imperfecto. El
suelo es de piedras y cemento. En el centro de cada lado hay un
banco. Un ruido me hace levantar la mirada hacia el tejado. Animales
voladores de color negro despegan. En todas partes hay ventanas y
puertas, ninguna luz. Me dirijo hacia el centro del rectángulo. La
gravedad es muy fuerte. Tengo problemas de estabilidad motora. En uno
de los ángulos esquineros hay una forma de vida vegetal de gran
tamaño. Creo que es un árbol. Tengo problemas de visibilidad. Los
sistemas no funcionan correctamente. He perdido la señal externa.
Conectaré el dispositivo de grabación manual. También noto
problemas con la memoria fonológica. Me cuesta verbalizar conceptos
concretos. No recuerdo los nombres de las cosas que analizo. Error.
Error. Error.
De
repente todo se vuelve claro, como si se hubiera hecho de día. El
aleteo que antes me había asustado se diluye suavemente en el
silencio. Pero es un silencio que se puede sentir. Sé que es
silencio porque lo reconozco como tal. No tengo explicación para su
sonoridad, ni por si es real o no, pero estoy seguro que lo siento.
Las hojas secas crujen bajo mis pies y la sensación, aunque nueva,
resulta agradable. Levanto un polvo fino y dorado que forma remolinos
danzantes. Cada vez giran más deprisa. Cada vez se ensanchan más,
levantando las hojas de tierra y mezclándolas con las que todavía
cuelgan de las ramas. Un mareo perezoso me atrae dentro de su baile.
Todo gira. Todo se confunde. El silencio toma un tono azul que cambia
de intensidad con cada vuelta. Siento que me llevan hacia el árbol y
no tengo ganas de oponer resistencia. El movimiento anula la gravedad
y me abandono al ritmo vegetal. La cabeza me estalla en pequeñas
chispas que, en el mismo momento, se vuelven a agrupar, en una
distribución diferente. Me miro las manos, que siento cálidas y
vivas, y veo las manos de un niño. Me toco la cara y puedo sentir el
calor que circula por debajo. Todo yo soy un niño subido en un
árbol. Tengo el pelo corto y llevo unos pantalones incómodos.
Debajo del árbol está mi madre y la abuela, las dos sonríen y me
piden que baje. A mi lado, en una rama paralela, hay un gato de rayas
blancas, que mi padre me había regalado antes de irse. Soy
extrañamente feliz, porque una parte mía sabe que todo es una
ilusión y que mi madre, la abuela, el gato y mi padre hace siglos
que están muertos, pero otra parte de mi sabe que alguien me quiere
hacer revivir aquellos momentos en que todo parecía claro y
sencillo. Una especie de nostalgia, como un ala de cuervo negro, se
despierta en mi interior y noto una corriente de aire. El árbol
tiembla y el gato se aleja. La madre y la abuela desaparecen dentro
de una niebla espesa. Me agarro fuerte pero no puedo evitar la caída,
rápida e inacabable. El tejado se encoge encima de mí, los arcos
vuelven a girar, el silencio se vuelve gris. Caigo, sin encontrar
ningún lugar donde sujetarme, dentro de un túnel oscuro que ha
sustituido el claustro de mi infancia. Las uñas arañan paredes
duras que se acercan en un ritmo demasiado lento para que sea real.
Intento encontrar mi respiración. Dejo de palpar superficies
invisibles y cierro los ojos. Que había visto antes? ¿Dónde
estaba? Porque me sentía feliz? Y de golpe, con un resplandor
dorado, vuelvo a ver la cara alegre de mi madre, los ojos azules de
la abuela, la cola blanca del gato e, incluso, la gorra que mi padre
había lanzado hacia arriba para que yo la fuera a recoger, y el
árbol con hojas danzantes, y las piedras bien puestas, y los bancos,
y las bóvedas del claustro, de nuevo opacas e inmóviles. Todo es
claro y tranquilo, ahora. El silencio vuelve a tener transparencias
de cuentos del pasado.
Entendida
la advertencia y recuperada la propia voluntad recién nacida, dedico
un rato a pasear por este espacio donde, de alguna manera u otra, se
conserva la memoria de mi vida, tan larga que ni puedo recordarla. O
quizás la memoria de todos los seres que han entrado o entrarán. El
claustro me acaricia los pensamientos. La certeza de que es real y
que algún día podré volver me acompañará a partir de ahora. Tal
vez no en forma consciente, pero esto tampoco es tan importante como
creía antes. Ahora soy otro hombre. Soy todos los hombres que quiero
ser.
El
9313C1 sale por la puerta del Claustro en el momento justo que la
nave para delante. El traje autopropulsado lo lleva dentro, protegido
de la atmósfera desconocida del nuevo planeta. Aunque todos los
sistemas vuelven a funcionar, el 9313C1 tarda un nanosegundo más de
lo que necesita para cerrar las escotillas sobre la imagen de la
puerta de madera y hierro.