dimecres, 11 de novembre del 2015

El claustro


Puerta. Color gris. Madera y hierro. Espesor 0,154, altura 3.021, anchura 2.945. Mecanismo de apertura desconocido. Descodifico. Abro y entro.

Unos arcos de dimensiones pequeñas cierran un rectángulo imperfecto. El suelo es de piedras y cemento. En el centro de cada lado hay un banco. Un ruido me hace levantar la mirada hacia el tejado. Animales voladores de color negro despegan. En todas partes hay ventanas y puertas, ninguna luz. Me dirijo hacia el centro del rectángulo. La gravedad es muy fuerte. Tengo problemas de estabilidad motora. En uno de los ángulos esquineros hay una forma de vida vegetal de gran tamaño. Creo que es un árbol. Tengo problemas de visibilidad. Los sistemas no funcionan correctamente. He perdido la señal externa. Conectaré el dispositivo de grabación manual. También noto problemas con la memoria fonológica. Me cuesta verbalizar conceptos concretos. No recuerdo los nombres de las cosas que analizo. Error. Error. Error.

De repente todo se vuelve claro, como si se hubiera hecho de día. El aleteo que antes me había asustado se diluye suavemente en el silencio. Pero es un silencio que se puede sentir. Sé que es silencio porque lo reconozco como tal. No tengo explicación para su sonoridad, ni por si es real o no, pero estoy seguro que lo siento. Las hojas secas crujen bajo mis pies y la sensación, aunque nueva, resulta agradable. Levanto un polvo fino y dorado que forma remolinos danzantes. Cada vez giran más deprisa. Cada vez se ensanchan más, levantando las hojas de tierra y mezclándolas con las que todavía cuelgan de las ramas. Un mareo perezoso me atrae dentro de su baile. Todo gira. Todo se confunde. El silencio toma un tono azul que cambia de intensidad con cada vuelta. Siento que me llevan hacia el árbol y no tengo ganas de oponer resistencia. El movimiento anula la gravedad y me abandono al ritmo vegetal. La cabeza me estalla en pequeñas chispas que, en el mismo momento, se vuelven a agrupar, en una distribución diferente. Me miro las manos, que siento cálidas y vivas, y veo las manos de un niño. Me toco la cara y puedo sentir el calor que circula por debajo. Todo yo soy un niño subido en un árbol. Tengo el pelo corto y llevo unos pantalones incómodos. Debajo del árbol está mi madre y la abuela, las dos sonríen y me piden que baje. A mi lado, en una rama paralela, hay un gato de rayas blancas, que mi padre me había regalado antes de irse. Soy extrañamente feliz, porque una parte mía sabe que todo es una ilusión y que mi madre, la abuela, el gato y mi padre hace siglos que están muertos, pero otra parte de mi sabe que alguien me quiere hacer revivir aquellos momentos en que todo parecía claro y sencillo. Una especie de nostalgia, como un ala de cuervo negro, se despierta en mi interior y noto una corriente de aire. El árbol tiembla y el gato se aleja. La madre y la abuela desaparecen dentro de una niebla espesa. Me agarro fuerte pero no puedo evitar la caída, rápida e inacabable. El tejado se encoge encima de mí, los arcos vuelven a girar, el silencio se vuelve gris. Caigo, sin encontrar ningún lugar donde sujetarme, dentro de un túnel oscuro que ha sustituido el claustro de mi infancia. Las uñas arañan paredes duras que se acercan en un ritmo demasiado lento para que sea real. Intento encontrar mi respiración. Dejo de palpar superficies invisibles y cierro los ojos. Que había visto antes? ¿Dónde estaba? Porque me sentía feliz? Y de golpe, con un resplandor dorado, vuelvo a ver la cara alegre de mi madre, los ojos azules de la abuela, la cola blanca del gato e, incluso, la gorra que mi padre había lanzado hacia arriba para que yo la fuera a recoger, y el árbol con hojas danzantes, y las piedras bien puestas, y los bancos, y las bóvedas del claustro, de nuevo opacas e inmóviles. Todo es claro y tranquilo, ahora. El silencio vuelve a tener transparencias de cuentos del pasado.
Entendida la advertencia y recuperada la propia voluntad recién nacida, dedico un rato a pasear por este espacio donde, de alguna manera u otra, se conserva la memoria de mi vida, tan larga que ni puedo recordarla. O quizás la memoria de todos los seres que han entrado o entrarán. El claustro me acaricia los pensamientos. La certeza de que es real y que algún día podré volver me acompañará a partir de ahora. Tal vez no en forma consciente, pero esto tampoco es tan importante como creía antes. Ahora soy otro hombre. Soy todos los hombres que quiero ser.

El 9313C1 sale por la puerta del Claustro en el momento justo que la nave para delante. El traje autopropulsado lo lleva dentro, protegido de la atmósfera desconocida del nuevo planeta. Aunque todos los sistemas vuelven a funcionar, el 9313C1 tarda un nanosegundo más de lo que necesita para cerrar las escotillas sobre la imagen de la puerta de madera y hierro.



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