El
último día de vacaciones. El árbol apoyado en el alféizar de la
ventana me enmarca la imagen del paraíso que me ayudará a
sobrevivir hasta el próximo año. Abro la puerta y la veo, quieta y
blanca, medio escondida detrás de unos matorrales. Hace horas que
ronda y, aunque sé que no debería hacerlo, dejo abierto y me retiro
un poco. Perfectamente consciente de que, si quiere, me seguirá. Y
lo hace. Entra poco a poco, oliendo y frotándose a los muebles, en
círculos cada vez más amplios. De vez en cuando me mira y yo me
limito a mantenerme a una distancia respetuosa pero lo
suficientemente corta como para hacerle saber que es bienvenida. No
es mi casa, pero las dos podemos imaginar que aquel es nuestro lugar,
aunque sea por unos pocos momentos. El lugar que siempre habíamos
soñado y que, de vez en cuando, podemos tocar y dejar que nos toque.
Un salto rápido a la cama y un momento dentro del armario,
comprobando la suavidad de las mantas. Antes de salir por la puerta
todavía abierta, se frota a mis piernas con más insistencia y menos
prisa. De alguna manera sé que entre yo, ella y la habitación del
árbol apoyado en el alféizar de la ventana, se ha establecido un
vínculo. Todavía no sé de qué tipo pero tengo suficiente con
saborear el vacío de la despedida que, ahora mismo, tiene otro
sabor, más ácido y también más dulce. Trajino maletas hacia el
coche e intento almacenar lo más adentro que puedo el aire de
libertad que he respirado durante los últimos cuatro días. Abro los
pulmones, insaciables de la vida que encuentro en este pueblo perdido
cada primavera. Me olvido de cerrarlos al ver a mi nueva amiga
volviendo. No la esperaba. El círculo se había cerrado, yo tenía
que marchar y ella ya me había regalado un inolvidable instante de
pura felicidad. Pero resulta que no era verdad, y nada se había
cerrado. La gata volvía con uno de sus hijos en la boca. Suelto un
pequeño grito de sorpresa y ella, con una expresión de confianza
total, me lo deja a los pies, mientras se estira en el suelo. El
pequeño busca la leche de su madre. Ella me mira. Y yo, una vez más,
entiendo que nada se acaba y que el mundo está lleno de misterios
maravillosos que sólo esperan que les abramos la puerta.
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