A Joe Brainard
Recuerdo la
calle demasiado larga, con casas demasiado altas y bancos donde había mujeres
sentadas que me miraban con ojos demasiado abiertos.
Recuerdo las
piedras del río, redondas y resbaladizas, que acostumbraba
levantar con las dos manos para dejarlas caer de inmediato cuando,
inevitablemente, el pececito escondido salía de debajo de la piedra.
Recuerdo el olor del pan que la abuela sacaba del
horno en el momento justo que el abuelo abría la puerta de la calle.
Recuerdo que
mi primo quería enseñarme a bailar y que yo corría a esconderme entre las ramas
de los manzanos viejos del huerto.
Recuerdo
la inmensa noguera detrás de la casa, que siempre me explicaba cuentos pero
nunca los acababa.
Recuerdo que el
abuelo, que nunca decía nada bueno de nadie, un día, pensándose
que yo no le podía escuchar, dijo que nunca había visto a alguien que limpiara
la mesa más de prisa que yo.
Recuerdo el
ruido del arroyo que se deslizaba por debajo de mis párpados, colmados de sueño,
al llegar al pueblo de madrugada, después de un viaje que duraba toda una noche
y un día, y me despertaba de golpe.
Recuerdo el
color del pintalabios de mi prima Vetolina.
Recuerdo que
tenía que pasar por delante de muchos árboles extrañamente callados cuando
sacaba las ocas a pacer y que pensaba que ellos se reían a mis espaldas porque
les tenía miedo a las ocas.
Recuerdo que
la calle que atravesaba el pueblo se hacía mucho más corta si el abuelo me daba
la mano.
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